ASÍ PASAN LOS AÑOS
El Albergue Warnes, ubicado en el barrio Paternal de la capital porteña, fue construido sobre un predio que había sido expropiado en 1950 por el entonces presidente Juan Domingo Perón. Sobre ese terreno se construiría el Hospital Nacional de Pediatría que sería el más grande de Latinoamérica. Sin embargo, con la llegada de la autodenominada Revolución Libertadora, la obra quedó paralizada. Ante esta situación, la familia Etchevarne, antigua dueña de esos terrenos, comienza a reclamar la devolución de su propiedad.
Finalmente, en 1975, la Corte Suprema de Justicia de la Nación obligó al Poder Judicial a restituir los terrenos que ocupaban el albergue en óptimas condiciones: sin edificios ni personas. Debido a la crisis habitacional que acechaba a la ciudad, durante el gobierno del General Juan Carlos Onganía, se mudaron 77 familias que encontraron en el albergue un lugar para habitar. Luego, con la restitución de la democracia, en 1983, se acrecentó la ocupación de los edificios.
Recién en 1989, durante el gobierno de Carlos Saúl Menem, la Comisión Municipal de la Vivienda (CMV) y la Subsecretaría de Planeamiento inician una negociación con los delegados de los edificios y el Movimiento de Villas y Casas Tomadas, con el objetivo de definir el proyecto de relocalización. Tras las negociaciones, los ocupantes del albergue y el gobierno porteño acordaron el traslado al barrio Ramón Carrillo, en Villa Soldati.
En 1990 comenzó la construcción del nuevo barrio, obra que estuvo a cargo de la Municipalidad de Buenos Aires y que contó con la financiación del Banco Interamericano de Desarrollo. Las nuevas viviendas fueron construidas en tan solo tres meses sobre rellenos de desechos industriales, ya que allí funcionó La Quema desde 1936. Se trató de un vaciadero a cielo abierto de residuos urbano que convirtió a Villa Soldati en un barrio destinado a contener desechos.
El 16 de marzo de 1991, tan solo tres meses después de la mudanza, se produjo la demolición del edificio Warnes.
CRÓNICA DE UN OLVIDO
Desde el premetro, emprendemos una caminata de doscientos metros que nos conduce al barrio. Es sábado por la tarde y las calles del Ramón Carrillo están repletas de vecinos que van y vienen, hacen las compras, hablan entre ellos. Sus calles inundadas por la falta de cloacas y tras una semana entera de intensas lluvias. Difíciles de transitar sin botas ya que se hunden los pies en los charcos. Los niños que juegan y corretean aprovechando los primeros rayos de sol del día, las nubes ya no están.
En el salón de usos múltiples del barrio, se exhibe una muestra de arte del taller de adultos al que asisten todos los sábados. Olga Amador sale a recibirnos al mismo tiempo que habla con un integrante de la junta vecinal acerca de lo que la lluvia dejó esa semana.
Olga nos invita a sentarnos en una mesa redonda de plástico que se emplaza en el centro de una sala a donde allí cerca juegan los hijos de los adultos que están en la muestra. Nos muestra con orgullo los espacios y lugares de reunión del barrio. Remarca constantemente que todo eso lo lograron los vecinos y que nadie les regaló nada. Siempre se refiere a un nosotros que incluye a ella, a los vecinos que conforman la junta vecinal y los que acuden a las asambleas que realizan mensualmente en el barrio.
Cuando le preguntamos acerca de la causa, nos extiende un sobre con unas hojas del expediente. Parece un poco desanimada con respecto al tema. Se escuchan unos aplausos que salen del lugar a donde se lleva a cabo la muestra. Olga se sonroja y nos comenta que “hace tiempo vienen preparando esto, estamos muy contentos con las actividades que organizamos... hay teatro, arte, de todo”.
Al final de la entrevista, salimos de la sala y Olga nos despide cariñosamente. El cielo, entre rosa y rojizo, anuncia que se está poniendo el sol en la ciudad. Emprendemos el regreso y volvemos a mojarnos para llegar hasta el premetro que nos conduce nuevamente hacia el centro porteño, con sus luces, veredas, bicisendas y con los servicios públicos ya naturalizados por los vecinos.